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  • Foto del escritorIngrid Usuga

¿Y si miramos más allá?: Chicuarotes, de Gael García Bernal


¿Y si miramos más allá?

Agotado, pensativo, taciturno… y enfrascado en sí mismo. Sentado solo, en la última fila del bus, vestido de payaso (uno no muy bueno) -pareciera que hubiera sido el lugar perfecto que la vida le entregó para dejarlo nublarse en un ensimismamiento perfecto-. Él es Moloteco (Gabriel Carbajal) y está esperando a Cagalera (Benny Emmanuel), otro “payaso” adolescente, afanados ambos por encontrar dinero para llevar a casa o por lo menos, para “rebuscarse” la vida. Ambos, pidiendo dinero a los pasajeros del bus, sacando una sonrisa desde donde no la sienten, desde un acto consciente más que honesto, tratando de disimular su frustración y su falta de esperanza, pero su mirada triste los delata, ¡qué injusta puede ser la vida con estos jóvenes que están descubriendo el mundo, y con quienes más ilusiones y anhelos deberían tener! Esto es la descripción perfecta de la derrota social. Son un par de “jokers” tercermundistas, con la cara pintada para disfrazar y ocultar su derrota.

El hecho de pedir alguna ayuda a los pasajeros de un bus es una situación común a todos los países latinoamericanos, pero en el caso de ellos implica una violencia surgida de la impotencia que les produce su situación de marginalidad. De acá en adelante veremos que todas las (malas) decisiones que toman en sus erráticas aventuras surgen de esa súbita toma de conciencia frente a la vida de carencias que llevan y, desde ahí, todo acto parece estar ausente de cualquier tipo de racionalización, de un “afán” casi que obsesivo por intentar cambiar su realidad incambiable. Además, su bajo nivel cultural y el ambiente de “sálvese quien pueda” en el que han crecido les impiden medir las consecuencias de sus actos.


El segundo largometraje de Gael García Bernal, Chicuarotes (2019) parte de la marginalidad. Sus protagonistas -Cagalera y Moloteco- viven en San Gregorio Atlapulco, en las periferias del sur de la Ciudad de México. “Chicuarote” es el gentilicio de los nacidos en San Gregorio, otrora un pueblo, pero que fue tragado por el caótico desarrollo urbano de la gigantesca capital mexicana.

Moloteco vive solo, nada sabemos de este adolescente taciturno, pero en cambio, Cagalera, es un muchacho lleno de rabia y frustraciones, que empiezan todas por un núcleo familiar tan disfuncional como común a nuestros pueblos: padre alcohólico abusador, madre que sufre en silencio esos abusos, una hermana adolescente que seguramente va en camino de ser una madre adolescente (como si fuera un destino prediseñado) y un hermano mayor que teme a ser discriminado por pertenecer a una minoría, en medio de una sociedad patriarcal y machista como la mexicana.


Que esa familia sea tan prototípica no le quita vigor y fuerza al mensaje de denuncia social de Gael García Bernal plantea. Esos muchachos no encuentran una salida diferente a su situación que recurrir a la violencia, sencillamente porque entre ella han crecido y porque no tienen otro recurso: están excluidos familiar, social, educativa, cultural y económicamente. Son un no futuro ambulante. Cualquier cosa puede pasarles y a nadie va a importarles. Luis Buñuel nos los mostró en Los olvidados (1950) en la misma capital mexicana, y setenta años después, las cosas son esencialmente las mismas. Lo que hace a Chicuarotes tan atractiva son los sucesivos clímax dramáticos que plantea una vez los dos muchachos “diseñan” un plan –infalible desde su óptica entre alucinada e ingenua- que promete sacarlos de la marginalidad para siempre.

Hay otra adolescente, Sugheili (interpretada por la bella Leidi Gutiérrez), la novia de Calagera. Pero ¿por qué la menciono? Porque parece ser la única capaz de medir sus decisiones, la única -a pesar de su corta edad- de limitar a los hombres que la rodean y de ser más inteligente que sus emociones. Ella es esa semilla de fuerza en un ambiente falto de amor, ella es la representación perfecta de la esperanza donde parece imposible existir, ella es ese ser que es capaz de interrogar a un sistema social entero, de fragmentar y derrumbar cualquier barrera que pueda limitar a un joven en esas condiciones. Ella es un personaje de una película, pero es una luz que se sale de las pantallas y que existe, sí. Pese al pesimismo, por fortuna hay más “Sugheilis” que podemos encontrar en los barrios populares si abrimos bien los ojos. No es casual que sean mujeres, nunca lo será.


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©Ingrid Úsuga


Crítica de cine y nadadora artística profesional

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