Realidades, desde otros ojos
“Si no hubieran muerto todos, probablemente yo solo sería el nieto del rey, o el hijo del rey, o incluso el hermano del rey. Y mi infancia hubiera sido mía”
-Luis XV
Con un plano secuencia -en un comienzo estático- que luego se va alejando por toda la habitación de la realeza francesa, así comienza Intercambio de reinas (L'échange des princesses, 2017), un filme, sublime y profundo.
El director Marc Dugain nació en Senegal en 1957 y posteriormente se fue a vivir a Francia. Luego de sobrepasar los 30 años, habiendo estudiando finanzas y con un mundo que giraba alrededor de los negocios, publicó su primer libro en 1998 -The House of Officers-que narraba la historia de la "boca rota" de su abuelo materno de la guerra de 1914-18. Y desde entonces no ha parado de escribir novelas; ahora, con más de una decena de libros publicados, ha recibido más de 30 premios tanto en Francia como en el extranjero. Intercambio de reinas es su segundo largometraje como director y guionista. Y este director, le apuesta con todo formalismo en este filme a la composición de vestuario y musicalización, creando un ambiente perfecto en representación de la época.
Hay mundos que desconocemos y que damos por supuestos, por ejemplo, lo que sería la vida de un rey. En 1721, Francia y España, después de tener graves conflictos, deciden crear un acuerdo de paz por iniciativa del rey francés; así que este propone casar a su hija adolescente con el heredero del trono español y, además, casar a Luis XV, próximo rey de Francia con María Victoria, heredera española de tan solo cuatro años. De esta manera, vemos como una joven y una niña son sometidas a las decisiones reales por un bien histórico de dos potencias europeas, en el que la vida de muchas personas estaría en juego.
Así que la infancia y sus vidas privadas, quedan completamente desechas, intercambiadas por obligaciones y responsabilidades. Esta película se enfoca en los ámbitos propios de los protagonistas rodeados por el mundo de lo excéntrico, de la ambición y de la conveniencia. Los personajes son desnudados completamente, y, el enfoque del filme no tiene interés en mostrar un espectáculo detallado de siglo XVIII, sino en profundizar las intimidades de los niños -que, aunque se les notaba su inocencia y humildad- ahora debían ser adultos por obligación.
¿Cómo la ingenuidad de una mente de cuatro años podría decidir para una nación? ¿O hacerle daño a una nación? Ni siquiera tendría la capacidad de visualizar la realidad desde que suponga que un muñeco de un bebé que le regaló su prometido sea su hijo de verdad. ¿Hasta dónde los humanos nos cegamos tanto a una creencia, o a un estatuto que somos capaces de robarle la vida a un niño? Al día de hoy, la infancia es robada -todavía- de los padres a sus hijos, cuando los exponen a pedir dinero en la calle, o cuando se aprovechan de sus talentos en las redes sociales. No es una situación nueva, depende del tipo de cultura en la que se encuentren y en este filme, el ejemplo fue este.
Esta narración no le da el permiso al espectador de sentirse ofendido por las costumbres de la “realeza” de ese entonces; en cambio, le da el permiso de dejarse guiar por el ritmo de la historia y por aceptar ver con sus propios ojos, lo que le tocó vivir en la realidad a otro en un mundo que fue real, pero que ya no existe, permitiéndole al cine -de nuevo- contar historias descorazonadas para conocimiento de otros, y además para mostrarnos el lado deshumanizado que el mundo tiene y ha tenido desde siempre.
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©Ingrid Úsuga
Crítica de cine y nadadora artística profesional
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