Derrumbar el miedo
Para F.S. con gratitud eterna
Arriesgarse a contar una verdad, que sea pura, impura, creíble o no creíble; cualquiera sea el caso, requiere de un enorme valor. Pero, sobre todo, de una enorme motivación, sea esta por desahogo o por el afán de cambiar una estructura social pese al miedo. Los chicos de la banda (The Boys in The Band, 2020) dirigida por Joe Mantello, es una de esas verdades, no importa que sea apenas el reflejo de la punta de un iceberg que nació hace varias décadas y que ha evolucionado desde entonces.
Esta película es la adaptación de una obra de teatro escrita por Mart Crowley, The Boys in the Band, estrenada valerosamente off Broadway en 1968. Dos años después, en 1970, este drama tuvo una primera adaptación al cine, dirigida por William Friedkin y protagonizada por todo elenco de la obra de teatro original. Cuando William Friedkin dirigió The Boys in the Band este era apenas su cuarto largometraje y aún no había realizado Contacto en Francia (1971) y El exorcista (1973).
El argumento de la película describe la reunión de ocho hombres homosexuales, y uno heterosexual, en el apartamento de uno de ellos, Michael (interpretado por Jim Parsons), con ocasión del cumpleaños de Harold (interpretado por Zachary Quinto), su mejor amigo. Tanto la obra de teatro como sus dos versiones para cine, están atadas a un momento específico y a unas circunstancias precisas. Era finales de los años sesenta, los atropellos de Stonewall Inn estaban frescos en la memoria y la población homosexual veía que era el instante de reclamar sus derechos, “salir del closet” definitivamente y, sobre todo, tratar de sacudirse de tanto remordimiento, culpa y miedo. Por eso los personajes de The Boys in the Band se antojan tan atormentados y ansiosos: vienen de sufrir discriminación, rechazo, bullying, incomprensión, soledad… demasiada carga emocional como para ser felices de repente. Hay uno cuya religión le pesa, hay alguno en psicoanálisis, otro dejó un matrimonio y sus hijos, otro ha sufrido adicionalmente por su raza y el de más allá por su amaneramiento extremo. Son hombres en crisis consigo mismos, y también con los demás.
Detrás de la actitud escéptica y soberbia característica de Michael en especial, lo que hay en realidad, es un grupo de seres humanos frágiles y desgastados por tener que luchar por su derecho a amar a alguien del mismo género, con todo lo que eso implica, con el dolor que eso les produce. Es el dolor de aceptarse y de necesitar ser aceptados por una sociedad que los mira despectivamente y que en la película está representada por Alan, el amigo heterosexual de Michael, un personaje misógino (quizá un homosexual latente) que sirve para desencadenar el drama del filme, para hacerlos a ellos conscientes de la precariedad de su situación y a la vez darles la fuerza para revelar abiertamente cuál es su condición.
Es impresionante la cantidad de personajes complejos, tridimensionales y bien desarrollados de ambos largometrajes, eso demuestra no solo lo que fue Mart Crowley como libretista teatral y guionista de las versiones fílmicas, sino como el ser humano que sacó todo lo que sentía por dentro, todas sus sensaciones. “Era tan tonto o tan joven. Que no sentía que me estuviera arriesgando. Solo se me había ocurrido una idea para una obra: nueve hombres gais en una fiesta de cumpleaños”, decía Mart Crowley, y realmente es sorprendente esto, porque dentro de su espontaneidad juvenil, hizo que muchos parámetros y puntos de vista sociales se empezaran a descomponer y recomponer de repente. Al principio la gente no quería hablar de la obra, pero poco a poco fue cobrando su fuerza ya que era un tema inevitablemente poderoso, no solo para esa época, sino para cualquiera. Derrumbar patrones culturales de miedo, vergüenza, solo trae consigo justicia para muchas personas.
Lo hermoso de esta obra, es que todo tiene su origen en las vivencias mismas del guionista Mart Crowley. Él se sentía identificado con la arrogancia del protagonista, con lo que había experimentado años atrás con sus amigos en un apartamento… y, sobre todo, de lo que había representado Howard, su mejor amigo en su vida. A quien describía como alguien tan inteligente y pícaro como él y quizá la persona que más le había enseñado en su vida: “La obra está dedicada a él. Él no sabía eso cuando la escribí. Me asustaba contarle porque no sabía cómo diablos reaccionaría… y Howard era como lo interpretan en la obra. Era el que decía la verdad, el demoledor de toda pretensión. Howard siempre podía leerme de esa forma. Y nunca dejaba salirme con la mía. Tuvimos muchas peleas por muchas razones. Pero, mirando atrás, aprendí más sobre mí mismo con él que con cualquier otra persona”, afirmaba Crowley.
Los chicos de la banda es el símbolo de que cuando una creación es así de honesta trasciende tiempo, distancia, épocas, cultura y veredictos. Mart, a sus 84 años, demostró que su esencia seguía ahí, intacta. Y seguirá intacta, aunque se haya ido en marzo de 2020 en pleno proceso de rodaje de la versión 2020 del filme. Y seguirá intacta por ser algo tan auténtico, algo tan poco imaginado, algo tan real, algo tan simple y verdadero, algo vivido, algo sentido.
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©Ingrid Úsuga
Crítica de cine y nadadora artística profesional
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