Ella lanza llamas
“Si das fuego a mis incendios eso no te da poder”
-E$tado Unido, feat. Stephanie Janaina
El octavo largometraje del director chileno Pablo Larraín, Ema (2019), es tan transgresor como sus siete filmes previos. Ema en nada se parece al cine de Larraín y –sin embargo- en su capacidad de estremecernos (en este caso sensorialmente) esta película es hija legítima suya. Esta vez optó por explorar algo diferente: la psiquis y los motivos de una joven con muchas preguntas y pocas respuestas. Hay en Ema –el personaje- la obsesión por tener un hijo… ¿o por criar un hijo? ¿por sanar su soledad en pareja? ¿O por tener al fin una familia feliz?... ¿esa que nunca tuvo?
Ema, interpretada con toda fortaleza por Mariana Di Girolamo, es una bailarina muy joven de una compañía de danza contemporánea y su mayor pasión son los ritmos urbanos. Ella está casada con Gastón (Gael García Bernal, en su tercer filme con Larraín), un coreógrafo doce años mayor que ella y tan voluble como cualquier artista. La película empieza con unos hechos familiares violentos que nunca vimos: el filme son las consecuencias de esos hechos y el impacto que tienen en Ema y en su esposo. Un año atrás, Ema y Gastón adoptaron a un niño colombiano de aproximadamente diez años, Polo, para darse cuenta, de que no eran capaces de criarlo, de ser padres, de ser una familia.
Es tu culpa Gastón, es tu culpa que hayamos tenido que hacer toda esta mierda, que hayamos adoptado un niño. Es tu culpa que no hayamos podido soportarlo Es tu culpa que a mí me duela todo el cuerpo...
Sentados de frente, mirándose. Atacándose, ¿enfrentándose? Ema le reprocha a Gastón repetitivamente -con distintas palabras: gritadas, susurradas; o con su cuerpo al bailar, o haciendo el amor- los errores que han cometido. Cualquier momento es perfecto para culpar al otro por ser infelices. Es como si estuvieran atados, anclados el uno al otro. No entienden si es amor o ¿qué es? Qué nombre darle a esta sensación tan poderosa. A esa energía que los absorbe, pero que no quieren soltar. Te amo, te odio, te amo, te desprecio, perdón. Te amo. Es un constante odiarse, pero para decirse al final que todo está bien, como calmando una voz, un impulso: la verdad. Durante mucho rato en el filme Polo, el niño, es solo un nombre, un recuerdo, una ausencia que arde por dentro, una excusa para reclamaciones mutuas o peor aún. Una excusa para no separarse. Para seguir atados al otro.
Es paradójico que una mujer que luzca tan confundida y que sea tan ambivalente frente a la maternidad, sea capaz de manifestarse tan magníficamente con su cuerpo atravesado por la música. Bailar la vuelve expresiva, ya que casi nunca es capaz de verbalizar lo que siente. La música en este filme es mágica, es un elemento poderosamente sensorial. El espectador es capaz de transformarse al escucharla, de sentirla como Ema la siente. Además, la combinación de luces, los colores de las imágenes y lo escenarios donde Ema recrea sus presentaciones como bailarina causan una sensación de catarsis, de liberación de dopamina y de excitación, no solamente en ella, sería capaz de afirmar que, hasta nosotros como espectadores, sentimos todo ese poder vibrátil en nuestro cuerpo. Combinar el sexo con el baile crea una bomba adictiva “curativa”, como un placebo para evadir cualquier tipo de preocupación, de dolor, de inseguridad, de inquietud… Todo, todo se va… nada es capaz de herirte en ese estado. Solo hay que dejar que la música te transporte, las luces, los colores, la noche, el tocar al otro, el llegar al éxtasis y alcanzar al orgasmo de la manera más desgarradora y placentera posible… el dejarse transportar, transformar.
Ahora bien, Ema se dio cuenta de que tenía un talento innato en ella: el de “manipular” y de ser capaz de seducir a cualquiera con su baile y su sensualidad; y esto lo utiliza conscientemente para conseguir algo monstruoso, caprichoso, pero sobre todo enfermizo, que solo nos revelan hasta el final de la película y que nos confirma que poco había de anárquico en su actitud, que en realidad todo correspondía a un plan, quizá tosco, pero efectivo desde su punto de vista.
¿Por qué tanta obsesión por tener un hijo siendo tan joven? ¿Por qué la obsesión de escapar del pasado? Ema nunca fue capaz en el filme de superar estas preguntas que quedaron abiertas al final. Al fin y al cabo, ya no importaba, no importaba responder los por qué. Lo único valioso ahora, era que la vida la premiara, que le diera por fin esa paz y esa plenitud (a su manera), no importaba si al final nos dejaba a nosotros, más allá de sorprendidos, en shock. Y no la culpo, a muchos nos ha pasado alguna vez. Aprovecharnos de nuestros poderes para satisfacer nuestro ego, así todo estalle en llamas.
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©Ingrid Úsuga
Crítica de cine y nadadora artística profesional
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